Crónica de una consulta

¿Qué tiene que ver un computador con la gastritis? Mucho. Nunca me había preguntado por ello y fue sólo hasta el sábado pasado, víspera de aguinaldos, que obtuve la respuesta.
Hace poco me ha estado molestando un fuerte dolor en lo que conocemos como boca del estómago. Preocupado por una cirrosis aguda, grave o esdrújula, indagué sobre el hígado en una enciclopedia y casi salto cuando comparé el sitio que mostraba la ilustración con mi dolor. No, ahí no queda el hígado, ahí queda el estómago. Tomé otro libro de medicina y busqué “enfermedades del estómago”, seguro de que no era un embarazo utópico. Me aterré al ver tantas. ¡Qué tal que fuéramos rumiantes con cuatro estómagos! Me quedé en las mismas.
El sábado pasado salí a caminar con Humberto Osorio, un amigo que tengo que es parecido a Dalí, el Quijote y Einstein juntos, un híbrido por completo, una mezcla de los tres en una sola persona. Humberto, siento decirte que tienes un parecido a la Santísima Trinidad, amén. En el trayecto fuimos a ver un mosaico que se encuentra en el altar de la Basílica La Merced, caminamos por la Avenida como libertadores, fuimos hasta el Coliseo sin café y de regreso me agarró ese dolor impresionante que me hacía sentir lástima por las mujeres. Le dije a Humberto que aligeráramos el paso, necesitaba un doctor y un abogado para mi testamento. Se me ocurrió ir donde el doctor Homero Londoño y dejar el abogado para mi deceso, pero el problema era que no tenía un peso en el bolsillo. Sin embargo entramos al consultorio y esperamos paciente-mente, había dos personas esperando turno.
Es un consultorio acogedor pero para un enfermo no hay nada bueno, ni el sexo, ni el saxofón. Me senté al lado de un clóset en donde pude ver los últimos dos ejemplares de Sueño Norte, los que echaron al piso el dicho aquel que reza “más viejo que revista de consultorio”.
Al fin entramos. Tal vez pensó que íbamos en son de visita, entonces, después del saludo cultural, doctor cómo está, muy bien, qué hay de esa vida, bla, bla, bla, le comenté que estaba enfermo. Tomen asiento, dígame sus síntomas.
- Doctor, ¿cuánto cobra usted por una consulta? – Le pregunté.
- Tanto, me respondió. Pensé que era mucha plata.
- Lo que pasa es que no tengo un peso en el bolsillo -. Le comenté.
- No hay problema, ni que fuéramos desconocidos. Me dijo. Me sentí mejor.
Luego, mientras me auscultaba, empezó a preguntarme qué comía, a qué horas, que si fumaba, que cuántos al día (cigarrillos, evidentemente)…
- Usted lo que tiene es una gastritis, causada por comer a deshoras y por…
Mientras me regañaba prudentemente, cosa que yo casi ni escuchaba porque no me aguantaba el dolor, me daba golpes de pecho, por mi culpa, por mi culpa, por mi &=!%/ culpa. Pensaba también en las veces que me quedo escribiendo, tertuliando, leyendo o en taller de poesía, cosas que hago en las noches y durante esos espacios no como nada. “Entonces”, continuaba el doctor, “los ácidos van haciendo la herida en las paredes del…” Yo volvía y meditaba, mientras el médico escribía la fórmula en una hoja y me daba instrucciones para tomar las pastillas.
Luego se encarretó con Humberto, hablaron de música, cine, literatura, mientras yo admiraba la grabadora marca Crow que silenciosa e inagotablemente suena encima de un archivador. En otra pared hay una pintura de un rostro de cristo en óleo sobre lienzo y me llamó la atención una pintura a lápiz en otra de la las paredes. Es de una niña que ríe a una calavera que tiene en sus manos y que también le sonríe. Nos dijo que cuando estudiaba medicina se enamoró de esa pintura a lápiz en su tierra. Pero el dueño le dijo que se la regalaba cuando se graduara de médico. El viejo murió antes de la graduación, pero que el día de los grados, apareció un hijo del señor ese con la pintura enrollada y le expresó: “Antes de morir, mi papá me dijo que el día de su graduación le entregara esto”.
Luego el doctor me regaló un tarro con una de las medicinas que me recetó y unas pastillas (creo que sintió lástima por mi), me aconsejó que dejara de fumar y de tomar tinto, que nada de cítricos, ni cerveza, ni… bueno, debió haberme dicho que no hiciera nada de lo que más me gusta. Concluyó diciéndome que como yo comía a deshoras y a veces no le echaba nada a la tripa, los jugos gástricos habían causado un agujero en mi panza, pero que me tranquilizara, el de la capa de ozono era un poco más grande; no fueron sus palabras, pero así le entendí. Al fin y al cabo los médicos hablan y escriben en otro lenguaje, como si en la universidad vieran una materia sobre “mala caligrafía, fina labia”, la cual todos ganan.
Concluí que como paso tantas horas en las noches en un computador que no tengo en mi casa y me da pereza salir a comer luego del trabajo, yo mismo era el causante de mi enfermedad. ¿Yo? No. El computador es el culpable. Y si no es así, la culpa es de la vaca.
Pero vuelvo sobre el doctor Homero. Tan formal. Doctor: si al momento de leer este artículo ya le he pagado la consulta, haga caso omiso de este párrafo. De todos modos All is vanity. Usted entenderá.

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