Último viaje

La fotografía estaba puesta encima de una de las seis tablas. El pintor aparecía de pie en un andamio de madera con un aerógrafo en la mano derecha. Sus ropas parecían un abstracto de Kandinsky y su sonrisa aunque no era la de la Monalisa inspiraba ternura y a la vez tristeza.
Todas las personas que se acercaban al cofre tomaban la fotografía, tragaban saliva y se sentaban. Cuando la tuve en mis manos pensé en robármela porque los únicos recuerdos físicos que poseo de Ricky son un cuadro en aerografía sobre lienzo que tengo en la sala de mi casa y un tatuaje en mi antebrazo por el cual no me cobró; al contrario, casi le cobro por la tortura de ese día. Después me arrepentí de tener esa figura en mi cuerpo, pero ahora me siento orgulloso.
No había mucha gente acompañando al artista, tal vez ya no era importante, pues un pintor nada vale sin sus pinceles, pinturas y lienzos. El cofre estaba sellado, pero mejor, porque me hubiera extrañado de verlo sin su sonrisa.
Le pregunté a Dafo sobre la muerte de mi amigo. Creo que compró tiquete para un viaje pero antes ya estaba viajando. Este cofre no lo llevaría a la eternidad porque pienso que se es eterno cuando se vive en el recuerdo de las personas y cuando al fin, la generación pase a ser polvo del polvo, quedan las obras, hasta que estas desaparezcan. Sentencia maldita la de la vida, nada es verídico si no perdura en el tiempo. Nada existe.
Volví a posar la vista en el féretro y recordé cuando Ricky me enseño a hacer mandalas, una artesanía de alambre que simboliza el cosmos, para que las vendiera; estaba yo vagando cuando eso. Con ellas compraba arrocito y panelita para mi familia. Me enseñó a pescar…
Unas señoras que lloraban me daban la impresión de que eran familiares de él que yo no conocía. Dafo también lloraba y sus lágrimas le hacían ver más azules sus ojos. Estaba seguro que estas no eran lágrimas de cocodrilo. Eran de putería por ver alguien que le enseñó a amar la vida, pero que no puso en práctica su enseñanza, porque Ricky, hacía días estaba muerto. Y su lenta eutanasia había empezado cuando se quedó sin hogar y, poco a poco, sin amigos.
En la misa, el sacerdote no fue eufórico, tal vez porque no tenía un tatuaje en su cuerpo de la Última Cena, del Corazón de Jesús o de la Virgen de La Merced, hecho por el artista que dormía en la soledad más fría.
Una vez me pidió que le hiciera un poema al arte del tatuaje y como nunca se lo enseñé, lo transcribo en esta página para que quede constancia de que lo hice:
“Ese pincel duele cuando pasa / suavemente por el lienzo. / La pintura suena / como las fresas de odontología / cada que pasa por la piel. / Valiente sadismo el del artista, / cobarde masoquismo el de quien pone el lienzo. / Se escoge una figura / que irá en la carne hasta la muerte, / para ser aderezo de los gusanos. / El cuerpo es un mural andante, / una sala de exposición / que se abre al público / en las playas y piscinas para dar gusto al ego. / Un tatuaje es (p)arte del ser, / es un sello, es un cuadro enmarcado en el alma, / una obra de arte que no se puede / vender a los coleccionistas, / una pintura que no se puede colgar en cualquier pared, / un arte abstracto del dolor, / un pacto que se hace con sangre / entre el lienzo que siente y el pincel del sufrimiento”.
Ricky, vivirás en mí como un tatuaje. Esta página es tu homenaje.

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