Yarumal, a solas contigo

Este fin de semana pasó por mi mente Gonzalo Arango, amigo de los desamparados de la noche, mesías de los que no esperamos nada, inspirador de una época que no murió con él, gran poeta de alcantarilla.
Lo recordé mientras pasaba por el parque, que no en vano se llama Epifanio Mejía, porque inspira a la locura. Miré mi reloj, las dos y cincuenta y cinco de la madrugada. Para muchos, hora de dormir. Para otros, hora de despertar de la realidad de una semana de trabajo o de estudio, o peor aun, de no hacer nada. El parque iluminado con estrellas que parecían bombillos (¿o eran bombillos que semejaban estrellas?), me recordaba la noche que estuve en Las Vegas rodeado de hermosas modelos Play Boy, en la que vestía yo un traje blanco, sombrero vaquero y fumaba tabaco cubano y mis bolsillos estaban llenos de dólares. ¡Ah! Qué duro fue cuando desperté… En fin, los alumbrados de diciembre me recordaban sobre los sueños de los pobres como yo.
Me paré en el quisco para ver ese pesebre gigante en donde ya había nacido el Niño Dios. Rebobiné mis recuerdos y me vi quemando las velitas en la puerta de mi casa, al lado de mi hermano Hugo y de mi hermosa abuelita. Encendí un cigarrillo.
Detrás de mí escuchaba música de esa que llaman rap, que al final es mejor que el estúpido reguetón. Un amigo mío, de nombre Zafra, cantaba al son de una grabadora. Estaba acompañado de otra persona. Un muchacho llamado Edwin.
Arriba, al lado de una de las gigantescas puertas de la iglesia, vi cuatro jóvenes que cantaban acompañados de una guitarra. Subí. Los quería escuchar. Pasé al lado de los dos raperos, nos saludamos y me ofrecieron un trago de Antioqueño el cual pasó quemando mi garganta para luego franquear en el peaje de mi hígado, seguir su curso sin frenos y chocar contra mis neuronas. ¡Qué delicioso accidente! La grabadora rapera empezó a gaguear, víctima del sereno de la noche o de la falta de buenas pilas. Zafra y Edwin decidieron seguir cantando a capela. Me tomé otro accidente Antioqueño y subí al atrio de la Basílica para escuchar los jovencitos. Me senté en el piso al lado de ellos luego de saludarlos. No los conocía. Tocaban y cantaban bien un rocksito clasicudo. Reconocí varias canciones, entre ellas Únanse al baile de Prisioneros. Me miraron como a un bicho raro, sobre todo porque escribía pequeños detalles en una página en blanco que saqué del bolsillo de mi camisa. Y como me sentí aislado, rechazado cual moco en la pared, volví con mis dos amigos raperos que ya habían conseguido, no sé dónde, el combustible para la grabadora. Me senté en las gradas al lado de ellos y compartimos dos o diez guaros sin pasante. Los mismos que esa mañana me alborotaron la gastritis e hicieron que mi señora me diera ese puerco jugo de papa que sabe a todo menos a jugo y a papa.
Luego llegaron once muchachos y señores al kiosco y se pusieron a hablar de fútbol, una de las cosas menos productivas que hacemos los hombres, mientras la grabadora cantaba música de La Etnia en contra del Estado y de los tombos.
El parque no está solo nunca. Pude observar unos niños que jugaban fútbol en el andén con un envase de plástico que para ellos es la mejor imitación de un Mikasa. Un niño hacía malabares para no caerse pues tenía las manos entre la camiseta. Ellos son los verdaderos amigos del parque. Lo acompañan todos los días y noches, duermen en los andenes para que no se sienta solo. La noche no existe para los niños de la calle. Los faroles son su sol y la penumbra el manto que los calienta. Ellos juegan a esconderse detrás de los muros que son de todos, detrás de un quiosco que es de todos, detrás de una estatua de Bolívar que simboliza su única libertad: vivir. Se arropan con el frío. Su almohada es la grada que conduce al apartamento del rico y su colchón el piso del mundo.
Ese día el parque tenía luces de guitarras, de artistas. Pero ante todo, estaba iluminado con las sonrisas de esos niños que son sus verdaderos amigos. Ya casi amanecía. Escuché el sol bostezar detrás de la quebrada Santa Juana. Esa noche de siete de diciembre y despertar del ocho inició verdaderamente la fiesta de fin de año y era un día especial para algunos y un día igual para otros. Camino a mi casa pasaron por mi mente otra vez los inquilinos del parque… Los niños… Los niños… ¿Qué le estarán pidiendo al Niño Dios?

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