Un museo colgante

Desde hacía varias semanas había estado tentado por dirigirme hasta el río, cerca de Puente Vélez, para describirle a los lectores -y a quienes lean estas crónicas dentro de unos dos o cien años- cómo es un museo particular donde la entrada es gratis.
Ramiro Rosero y yo habíamos pactado ir allí desde la semana antepasada, y ¿por qué no? tomarnos la mediecita de rigor de viernes cultural. Pero no pudimos.
Ayer, día del trabajo, en el que algunos privilegiados con trabajo no trabajamos, decidí irme temprano para el río acompañado por un radiecito sintonizado en la Dobleú.
De bajada disfruté el paisaje madrugador de Yarumal, los carros en la troncal apostando los primeros lugares en las playas del caribe y a las ocho y pedazo llegué al lugar buscado.
Me extrañó el que allí no estuviera el sitio que tanto admiraba y en vez de eso había un restaurante colmado de turistas. Triste, me senté a una mesa junto la pared donde creía estarían las fotos antiguas de Yarumal y en donde, solitarios, se encontraban los clavos que sostenían esos hermosos recuerdos. ¡Perdí la bajada! Pensé. Entonces pedí una empanada y un café y deleité mi vista con una linda monita que exageraba sus ademanes al sentirse observada.
Cuando pagué el desayuno que me hizo añorar un recalentao pregunté a quien me atendió (que sé que es de apellido Arango porque es hermano de Orfa, conocida mía, y a la que vi en la administración), por las cosas que Efrén tenía antes en ese lugar, “las cosas viejas” – le aclaré- y me respondió que “al lado en la taberna, en el segundo piso”. Pedí permiso y me dejaron subir. Allí estaba lo que buscaba. Al terminar de subir las gradas, la colección de fotografías antiguas de Yarumal y algunos personajes de épocas desde 1847 hasta 1950.
Me senté a disfrutar de lo que mis ojos me contaban. Maletas de cuero, cámaras fotográficas, planchas, radios, máquinas de escribir y de moler y otras joyas antiquísimas. Mi abuelita tenía una de esas planchas de carbón que allí había y mi abuelito Tobías García se jubiló con cayos en las yemas de los dedos de golpear las teclas en una máquina de escribir parecida a una que allí, colgando, me pillé.
También se deleita uno con las artesanías en madera y arcilla que allí se encuentran. Me llamó la atención una frase grabada en un trozo de madera que sentenciaba: “la mujer es como la chaqueta de cuero: cuesta mucho, se rompe con nada y dura toda la vida”. Asentí instintivamente y sonreí, estaba solo.
A esa hermosa colección de curiosidades y antigüedades que Efrén ha ido consiguiendo con paciencia yo lo llamaría Museo colgante porque todo está en las paredes y el cielorraso.
No me había fijado bien en la escultura en madera de un señor que me daba la espalda, de sombrero, con los pantalones a mitad de los muslos a quien un popó le hacía un malabar en las nalgas. Sentí vergüenza y juré no volverlo a hacer en los rastrojos. Algo tan natural que se ve tan ridí-culo (¡Uy! Creo que con ese guión me cagué en esa palabra). Pido disculpas.
Cuando me despedí me dijo el señor Arango que ese lugar se llamaba “Taberna Texas en Villa del Río”. Recordé aquella taberna Texas de mis años mozos que administraba Jorge, un hermano de quien me hablaba y suspiré por el olor a cerveza que vino a mi memoria. Tiempos aquellos…
De subida, volví a mirar para el estadero que conforman el restaurante y la taberna y me dí cuenta que no había pillao el letrero a la entrada del restaurante: “República de Antioquia, fonda típica”. Me dio risa de nuevo al pensar que si Antioquia fuera república, yo estaba caminando por la troncal que llevaba al departamento de Yarumal. Y seguí solitario mi camino hacia la capital del departamento: el parque Epifanio Mejía.

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