El vendedor más grande del mundo

Es este el título de un libro de Og Mandino que cuenta la leyenda de Hafid, un camellero de hace dos mil años, quien a fin de poner a prueba su habilidad en potencia es enviado a Belén por su señor Pathros, el gran mercader de caravanas, a vender un manto y en cambio en un momento de compasión regala el manto para abrigar a un bebé recién nacido en una cueva cerca de una posada. Avergonzado Hafid retorna a la caravana y se convierte luego en el vendedor más grande del mundo. Él no sabía que había regalado el manto al mismo hijo de Dios.
Los que nos consideramos noctámbulos en Yarumal y que a veces nos hemos dejado llevar por la inspiradora luna nos hemos topado con El vendedor más grande del mundo alguna vez. Aunque este no es el popular vendedor del libro de Og Mandino sí tiene una historia para contar digna de un Best Seller.
Se trata del popular Marinillo. Un hombre que se la rebusca vendiendo chicles, galletas, cigarrillos, chuzos, pasteles y guaro por medias en las noches frías de Yarumal.
Como buen vendedor ha recorrido el país vendiendo productos de primera mano. Ha estado en Cali, Barranquilla, Bogotá, Rionegro, Santuario, Sahagún, y otros sitios y como en sus andanzas la vida le enseñó a trovar, su radiante carácter lo llevó a participar en Sábados Felices. El Marinillo fue un hombre con mucha plata en una época de su vida, pero un incidente lo dejó en la ruina. Luego de un accidente en una bicicleta le dio meningitis y quedó sin uso de la palabra por un tiempo. En medio de su eterno silencio pedía a gritos un milagro que le concedió el Todo Poderoso, según dice con emoción. “Lo mío fue un verdadero milagro”, anotó lloroso, “y por eso cada que tengo un problema me postro a los pies del Altísimo, en donde está el vino y la hostia consagrada y le pido a Dios que me ayude. Él es mi único patroncito y siempre le doy las gracias por todas las bendiciones que me ha dado”.
Este hombre de fe llegó a Yarumal hace tres años sin un solo peso. Como le daba pena pedir aguantó mucha hambre. Sin embargo, fue y le pidió de rodillas al Altísimo que le ayudara y según dice, cuando salió de la oración se le vino a la cabeza ponerse a vender chuzo, y así, con cuatro días sin comer, a punto de desmayar del hambre, fue a que le fiaran unos chuzos para venderlos al partir con el dueño de un negocio y como no tenía en qué echarlos prestó una olla. La primera tanda se la compraron de una y con las ganancias realizadas en cinco minutos tenía con qué comer.
A don Gerardo Iván Zuluaga Ramírez, el popular Marinillo, le han ofrecido trabajo, pero no lo acepta porque no le gusta tener patrones. “Mi único patrón es Dios”, repite seguido cuando cuenta la historia de su vida. Trabaja todos los días, o más bien, todas las noches. Y cuando no es capaz de dormir en el día se pone a trabajar. Para él no existen los días festivos. Contento sale diariamente a camellar para conseguirse con qué pagar el hotel donde vive y la comida -que no puede faltar-.
A veces cuando la gente está en el parque “seca” porque se les acabó el guaro, aparece, como si fuera casualidad el popular Marinillo, con los chuzos en un recipiente plástico y las medias de aguardiente y ron en la otra. Si tuviera celular le iría mejor.
“¿Qué es lo que más le gusta?”, le pregunté. “Después de mi trabajo, me encantan las niñas de 15 a 25 años”, me respondió. Y agregó: “A veces las niñas me piden que les regale chicles y yo les digo que si me dan un piquito. Al final, ellas se ríen y se van comiendo chiclesitos y yo me quedo con las ganas del piquito”.
Así es El vendedor más grande del mundo. Un hombre servicial que respeta la gente y que le gusta “hacerse respetar”. Un hombre que después de haberlo perdido todo ahora tiene lo más valioso, su salud y su talento. Un hombre que al igual que Hafid, ha sacrificado todo para servirle a Dios. Hafid regaló a Jesucristo una manta para arroparlo del frío de Belén; El Marinillo nos arropa en las noches heladas de Yarumal con su servicio y su ejemplo de vida y nos enseña que nunca es tarde para volver a empezar.
Se me escapaba contarles de dónde es el Marinillo. ¡Pues de Marinilla!

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