El sueño del árbol

Ese día Humberto, cosa rara, estaba trabajando. Si es que a lo que hacía se le podía llamar trabajo, pues cuidaba el rincón de san alejo de la administración municipal. Una especie de basurero que quedaba arriba del Coliseo en donde lo único valioso eran las bancas de cemento y granito que antes hicieron parte del parque. Allí, como no había nada apreciable por cuidar, don Humberto invertía su tiempo en leer… y dormir cabeciao. Como algunos ancianos en misa ¡Por eso le pagaban!
Como no pudo acompañarme salí a caminar solo. Hay un pisaje fenomenal del Seminario de misiones al Seminario Cristo Sacerdote. Es un paisaje cambiante. Nunca es igual. Pero ese día no me detuve en mirar las montañas a las que les canto Epifanio. Ni siquiera le paré bolas al sol que me bañaba la frente y reclama mi adulación. Esa mañana de domingo me concentré en los árboles que adornaban el paisaje.
Por la parte baja de Semisiones escuché cómo aullaba una motosierra castigada por un hombre. No era culpa de la máquina torturar el árbol, pero era su condena. Mi mirada penetró los árboles que me rodeaban y extasiado trepé a las ramas de uno que tiene desnuda parte de su raíz de trípode. Los árboles me inspiraron y vi lo que antes no había percibido. Les aseguro, eso sí, que no fumé nada raro. Sólo un Boston.
El árbol fue para mí una explosión de la naturaleza… Explosión lenta. Cuando el campo se viste de verdes olores, adornado con perlas, después del baño del alba, se dispone a continuar su rutina. El Ciprés, al contrario del Pátula, ese día no se peinó; se distrajo dándole un adiós al viento con sus ramas. Otros árboles mudaban de piel como serpientes. Abajo, había árboles que, llorando la muerte de la quebrada, se estaban dejando morir también de la tristeza y, anoréxicos, dejaban ver su columna vertebral y sus costillas. Arriba, otros arrullaban unos polluelos en el nido. Y les cantaban entre el follaje espeso de sus ramas. El aserrador ya había visto demasiada belleza y, como se le hacía tarde, encendió su sierra de motor. Ésta, triste, lloraba mientras cortaba por las rodillas del pino. Lo condenarían a convertirse en leña. Murió el pino y no se cumplió su sueño: transformarse en lápiz, en cuaderno, en pincel, en bastidor o en libro.
Al subir volví a pasar por donde Humberto y se me ocurrió preguntarle que cuál creería que sería el sueño de un pino. Caviló un momento. Al no encontrar una respuesta apropiada me dijo: “Yo no sé cuál puede ser el sueño de un pino. Pero sí sé cuál es el sueño que tengo”. Luego fingió un bostezo y sonreímos.

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