Apuesta a (p)arte

Fue el jueves 17 que pasó. Yo le había dicho a Lucho que nosotros algunas veces hemos soñado con llenar el auditorio de la Casa de la cultura y a fuerza de bregas logramos motivar entre 80 a 100 personas para un evento cultural y al auditorio le caben poco más de 200 personas. Él sostenía que era capaz de llenarlo. Casamos la apuesta: caja de guaro. ¡Jm! Y yo sin plata. Así es esta sangre paisa. Antesito de las siete de la noche me encontré con Rogelio y me alegré al verle la mochila delatora mensajera de Baco. Bien, entramos, nos sentamos donde se sientan los indisciplinados, atrás, y esperamos. No había 30 personas. Le gané, pensé. A mi lado estaban Jorge Mejía, Rogelio Rivera, Aldemar Palacio y Mara. Fue llegando más gente y empezó la velada.
Ángel Emilio Graciano hacía de maestro de ceremonia y pidió que esperáramos unos cinco minutos para iniciar, algo común en cualquier evento que se respete en Colombia. Volví a contar. Más o menos 80 personas. Si llegaban al menos a 120 estaba frito.
Comenzó el programa y ahí sí que vi desfilar gente para acomodarse. Luis Benjumea, Lucho, inició interpretando unas hermosas melodías con su guitarra. Rogelio sirvió del vino que guardaba en su mochila, disfrazado entre botellones de gaseosa, le dimos la ronda, y mientras ellos hacían gestos de complacencia por las notas, yo pensaba en la caja. ¡Qué va! Ya lo que fue, fue. ¡Salud, por esos acordes!
Graciano anunció el siguiente grupo musical y cuando interpretaron una canción de Olimpo Cárdenas se apartó del escenario, detrás de las cortinas. Yo estoy seguro, mi estimado amigo Graciano, que tenías la media en algún rincón escondida; vos, que te conozco, no te aguantarías la ansiedad en la boca. Esa canción fue como el limón en manos ajenas. Luego entonaron “El camino de la vida”, Aldemar hizo el gesto aquel pidiendo la ronda de vino, Carlos Oquendo, que estaba sentado delante de nosotros, besó la mano de su madre y yo pensé que la profecía musical era para Mara y yo. Al interpretar dos canciones de Pacho Moná, uno de los intérpretes le pidió a este que se pusiera de pie, pero Pacho en su modestia continuó altivo en su silla.
Se cantó música vieja de la buena. Sentí que las canas me pesaban porque crecí con esas canciones y pa’ acabar de ajustar, el músico Javier López me volvió a recordar que envejecemos sin darnos cuenta cuando dijo que “la vejez es un cúmulo de juventudes”. Ay, las canciones que cantaba doña Aura me recordaban a mi abuela cuando amasaba las arepas cada mañana. Bueno, a todo esto hay que agregarle el repentismo poético de Graciano, quien entre canto y canto improvisaba hermosas frases inspiradas en el momento. Ni qué decir de Sara Tolosa, una niña de voz de almíbar, vestida de polen, que sin quererlo remató mis angustias por los años pasados con “Camino viejo”.
Con vino sabe mejor un compás. Otra rondita Rogelio. Y salud por la cultura de este público tan selecto, en silencio. El silencio dice a gritos el por qué se calla. Pasaron por el escenario Arcadio y José Luis, sin palabras; ah, sí, una, ¡sobrados!
Tocó el turno a Katherine de la Hoz, una niña hermosa vestida de cumbia, de piel colombiana, de voz más afinada que la brisa entre el follaje, quien nos hizo recordar nuestras raíces. Luego fue don Francisco Correa y don Efraín con canciones propias. Don Francisco esa noche cambió de sastrería pues nos enhebró con su canto. En vez de afinar el hilo, afinó las cuerdas de su guitarra, le sacó el ruedo, digo, sacó al ruedo sus letras y costuró al público sus composiciones.
Remató la velada Salvador Arango y su hijo Manuel. Dos santarrosanos amigos nuestros, de los tangos, de todos, hermanos de estas tierras de Epifanio, de quien cantaron “Las hojas de mi selva”. Teclas al infinito, Salvador, tu voz delante de ellas. Y el recinto lleno. Me ganaste la apuesta Lucho. Cuando te pague la compartes conmigo.

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