Pálido silencio / A José Ramón Heney

He tenido tantos amigos que no he hecho la cuenta de aquellas personas que han compartido conmigo una sonrisa imprudente, una carcajada a la deriva en el vaivén de palabras provocadoras o insinuantes; tantos amigos que han palmeado mi espalda en un reflejo voluntario de apoyo incondicional, ante el error de una acción de buena fe en la que se pierde parte de la tranquilidad del alma; he tenido algunos que para no pecar por cómplices del callar me han contado una verdad guardada en el bolsillo, para que yo no siga viviendo una mentira; otros, o los mismos, que han llorado conmigo una pérdida inoportuna, y otros que se fueron de improviso. En ocasiones los amigos se van sin avisar, levan anclas y zarpan solos, sin tripulación, sin timonel, sin bitácora, sin mapas, ni brújulas, dejándose llevar del indeciso viento que sopla a la deriva, sin rumbo, a la soledad de un paraíso sospechado, retando las aventuras de Odiseo, abandonando aquí la amada que teje con la paciencia que da la soledad, la manta infinita, la misma que dejará inconclusa por esperarlo. Cuando un amigo se va a lomo del viento, sin decir un “hasta luego”, queda esta profundidad oscura en el alma, este vacío inmenso en el diafragma, una lágrima infinita en la pupila, un gesto abierto en la palma de la mano que se mece estirada al horizonte y un abrazo que pide a gritos de apretones, su regreso perdido en el féretro frío del silencio pálido de las camándulas. Cuando un amigo se va a lomo del viento, sin despedirse, en su viaje vuela con los ojos cerrados porque nos deja una eterna humedad en la mirada. 17 de junio de 2012

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