CARTA A MI PROFE DE ESPAÑOL.


Recordado profe: 

Definitivamente yo no voy a ser buena lectora y lo más probable es que nunca sea escritora. No sé por qué usted nunca entendió que a nosotros los jóvenes no nos llaman la atención esos libros que no entendemos.

Sin embargo, cuando nos exigió la lectura de Marianela, le cuento, que esa novela me llamó la atención, me invadió la ternura y me obligó a uno que otro suspiro, en la época del enamoramiento adolescente que padecía (no hace mucho). 

Logré ganarle la evaluación aunque “raspada”, pero le confieso que la disfruté bastante. Ese mismo año recuerdo mi primer martirio literario. Pedro Páramo fue mi terror gramatical, mi pesadilla macondiana, mi castración lingüística y no porque no me haya gustado, pues me encerré tardes enteras en mi pieza, aislada del ruido, ante el eco vigilante del paso del tiempo a través del reloj de mi nochero; mi papá, cuando le dije que no la había entendido bien me descargó la película de internet. 

La vi con unas amigas y logramos comprender mejor la trama, nos encantó. Esa semana llegaste enojado al salón profe, tal vez tenías tus razones, los problemas no son ajenos a la gente culta y esa mañana lo acompañaron al salón. En el tono de su voz nos dimos cuenta.

Marcamos la hoja con terror. Abriste el libro de Juan Rulfo en cualquier parte, leíste un pasaje. Había que responder en la hoja “¿Quiénes y sobre qué?”. Nunca supe, no aprendíamos los libros de memoria. Volviste a abrir el libro al azar de otra página y leíste otro párrafo que originó la pregunta que tanto usas: “¿Quién y cómo termina?”. Tenía cierta idea y respondí. Luego fueron otras tres preguntas más con la misma mecánica pedagógica: abrir el libro en cualquier parte, como si fuera un libro de poemas o de cuentos cortos.

A la semana recibimos las evaluaciones; la mía estaba llena de rayones rojos. Una angustia oprimió mi pecho y tratando de salir se atoró en mi garganta cuando dijiste, tal vez en broma, que quien perdiera esa evaluación era mejor que fuera empacando y se retirara porque perdería el año. Yo no entendía sus charlas, sólo tenía 16 años. Desde ese día me seguiste llamando “la niña de las neuronas apagadas” delante del grupo, ante la sonrisa de muchos, mientras yo ahogaba una lágrima en mi pupila. Le tenía miedo, profe, y no le puedo negar que lo odié.


Ese año, profe, a una de mis mejores amigas se le murió el papá en un accidente. No sabíamos qué decirle en el velorio. Pensé en lo triste que estaría yo si me pasara. Mi amiga lloró hasta que se quedó sin lágrimas. Las lágrimas se esconden para no acabarse; saben que algún día vendrá otro muerto. Al día siguiente del entierro fue a clase por usted, profe. 

Porque le tenía más pavor que yo. Sin embargo tuvo el valor de acercársele para decirle el por qué no había presentado la evaluación el día anterior y no la dejaste hablar. Le insististe en que no te interesaban sus problemas, por lo tanto no tendría forma de recuperar ese uno. Ella no suplicó más. Se sentó en su pupitre mirando hacia la nada, como un zombi, como en shock, sin llorar, porque tenía seca el alma.


Ese mismo día me hiciste repetir mil veces la palabra “hubo” porque la escribí sin la tal “hache muda”. Me fui a abrazar a mi amiga que estaba más muda que la letra esa y desde ese día en particular no volví a escribir algo significativo, profe, algo que saliera del talento del que hablaba mi padre. 

Pero hoy, profe, me atreví a escribirle esta corta carta para demostrarme que no debo volver a tener temor. Para contarle que por encima de las dificultades que se me presenten en la universidad, me voy a graduar y navegaré, retando el viento, las mareas, en busca de los tesoros escondidos de la academia y lo haré con el mejor de los gustos, aunque sé, que voy a tener que leer muchos libros.

Su ex alumna, “La niña de las neuronas apagadas”.

Comentarios

  1. Ay, cuántas veces he recibido la misma carta de los alumnos.
    Cuántos maestros de neuronas apagadas, indignos de recibir a los alumnos que tanto nos enseñan.
    Pero...saben? Muchas veces los maestros pecamos en nombre del Amor.
    El deseo de enseñar a que el alumno debe superar al maestro.

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