CENIZAS AL VIENTO

Ya me estoy convenciendo. Tal vez sí existen las almas de los muertos. Almas que pueden mover hilos de este macabro mundo del más acá. En todo caso algunos sucesos impidieron que Humberto reposara, como nos pidió, en la raíz del pino de tres patas.

Es un ciprés anciano en el que acostumbran balancearse por última vez los desengañados, haciendo una mueca a la ley de la gravedad o a quienes fueron injustos con el desdichado. Esa es la razón de la lengua por fuera de su cavidad, símbolo de rebeldía, hidalguía o sacra cobardía. Humberto me decía que el ahorcado se cagaba y se miaba porque la culpa, que es la que hace el nudo de la horca, pretendía salir por donde escapan los desechos.



Humberto Osorio fue un ateo confeso y la fe se vengó de él después de muerto. Tuvo la mala suerte de infartarse en el asilo y de ser velado en la capilla. Cosas de la vida, digo, de la muerte. Sin embargo la casualidad quiso regalarle una última irreverencia y el cofre lo ubicaron dándole los pies al altar. O sería Elver, el director del geriátrico el de la idea, o una petición de esas raras que se le ocurrían a Humberto.

Los que lo vieron, como Hugo, me dijeron que lucía una breve sonrisa y que Marlon, el artista, le puso las gafas para que lo vieran como en realidad era cuando soñaba en las noches con ser nadie en vida y nada en muerte; eso heredó del Nadaísmo. Fue una velación relámpago, fugaz como un suspiro y no tuve tiempo de verlo por última ocasión. Mejor que me queda del viejo su imagen quijotesca retando el molino de viento que es la vida.

Como Humberto no tuvo nada en vida, menos en muerte. El único seguro que pagaba era caminarle lento a la flaca de la eterna sonrisa para demorar el encuentro hasta que al fin pudo mirarla fijamente a sus cuencas. La Funeraria San Vicente prestó el cofre para exhibirlo, donó el transporte del poeta hasta Medellín y regaló el fuego que lo convirtió en partículas de abono orgánico. Tan formales. Las cenizas las entregaron a uno de sus hermanos, lo encartaron, no lo querían en vida, qué iban a hacer con tres kilos de pecado en polvo.

Sospeché que lo tirarían por el sanitario y llamé a Gustavo, gran amigo del loco, para decirle que el Humberto  nos había dicho a Mara a Margarita y a mí un día que fuimos caminando hasta Puente Vélez, que le esparciéramos las cenizas en el pino donde enterré a Eidán en mi cuento, al fin y al cabo Eidán era la personificación de él. Nos gustaba ese sitio. Allí nos íbamos a leer y a escribir bobadas. El pino con su raíz descubierta, al frente las gigantescas piedras en las que Marlon veía rostros de ilustres, abajo Puente Piedra, arriba Yarumal como un lienzo y en todas direcciones, el viento. 

En cierta ocasión que estuvimos reposando bajo ese pino vimos un trozo de lazo amarrado a una de las ramas y me dijo que ahí, tal vez esa noche, algún pendejo se había cagado en los calzoncillos y se había cagado en su vida. Allí también fue la única vez que lo vi lloroso cuando recordamos a su perra Ivi que había sido envenenada hacía poco cuando vivía en esa pieza que le prestó Julio, el alcalde (cuando no era alcalde), en las afueras del pueblo, que porque se comía las gallinas de los solares vecinos. Yo se la había regalado para que le hiciera compañía. 

Por esos lados, un día que caminaba solo, fue que encontró una gata cachorrita entre un costal a la que llamó Salomé, como la gata de Fernando González. También era negra como Ivi. Como al mes fue que yo jugando con Salomé me di cuenta que no era gata sino gato, entonces decidió en medio de carcajadas cambiarle el registro civil y lo puso Salomón. En todo caso, era en la base de ese árbol que quería quedarse cuando se le olvidara respirar y fue por eso que Gustavo se dirigió a donde el dueño de lo que quedó de Humberto y no se extrañe, estimado lector, el por qué no titubeó para entregar ese cofre diminuto que contenía un ser carente de alma.

La odisea de las cenizas de Humberto Osorio no terminó allí. Él había ido varias veces a la casa de Gustavo García, por eso su mujer se aterrorizó y se llenó de mitos al saber del diminuto inquilino que podía tener el don de espantar. Solución, Gustavo que estudia en la U de A y a sabiendas de que Humberto era egresado de esa universidad y para no molestar a nadie, optó  por guardarlo en un casillero de la Facultad de derecho mientras lo enviaba a Yarumal. Ni modo, porque cuando me llamó para ver si yo lo podía tener en mi casa mis hijos y Mara armaron la algarabía y expresaron sus miedos en lo que se podía inferir como la palabra ¡nunca! Y allí estuvo un par de semanas en la universidad que lo graduó en historia y en donde aprendió a tirarle piedra a los antidisturbios.

Cuando algunos amigos nos pusimos de acuerdo para llevarlo al pino aquel, Gustavo nos envió el cofre vía encomienda por Cootrayal. Tremenda impresión se llevó la muchacha de la taquilla cuando le dije que no eran libros ¡Ay! Ella conoció también al viejo. Jader, el profe, el de El Volga, se ofreció a guardarlo en su apartamento mientras tanto, pero aplazamos el ritual para el siguiente fin de semana debido a algunos desórdenes etílicos míos. 

Al martes fui al apartamento de Jader y, vea pues, que le tuve que decir a modo de regaño «¡güevón, ¿te embobaste?!Cómo se te ocurre hacerle un altar a Humberto con veladoras y todo, y pa’ acabar de ajustar un cuadro del Corazón de Jesús! Vos sabés que ese man era ateo… ». Se rio, sacó disculpas sobre el respeto a los muertos y otras sandeces que me hacían dar cierta vergüenza, pues ya me imaginaba mi velorio con velas, rosarios, gritos y misa incluida ¡mierda! Y así lo dejó. 

Ese otro fin de semana tampoco lo pudimos llevar al pino de los ahorcados porque el Jader también tuvo algunas dificultades etílicas, cosas que pasan. De nuevo se aplazó, entonces, el capricho del poeta, porque no teníamos al poeta.
Eso fue que se cansó de alumbrar la caja, o tal vez Humberto lo espantó o fue que el Jader se dio cuenta que el altar le estaba espantando sus voluptuosas visitas, porque desde mitad de semana empezó a insistir sobre el descanso eterno del difunto. 

Ese sábado nos encontramos Juan Arcila, Oscar Danilo y yo, reclamamos el cajoncito y lo acomodamos en mi morral viajero al lado de Opio en las nubes y dos botellas de Merlot, bajo una tarde gris, pero quedamos en darle atea sepultura ese mismo día así nos mojáramos los tuétanos y empezamos el recorrido. Unos cuantos guaros graniados, destapamos una de vino y rumbo al sepulcro verde de Eidán. Yo llevaba el bolso, Danilo el vino y Arcila una cámara fungiendo de periodista. 


A los diez minutos estábamos en el panteón de los ahorcados. Nos sentamos en el pasto, un vino, un madrazo al frío y procedimos. Tuve un momento de duda para tocar ese polvo blanco-gris, arenoso, vidrioso, como si lo hubieran molido con sus gafas y su caja de dientes. «¡Quiubo güevón, ¿tiene miedo? Preste para acá esa bolsa» y se la entregué apesadumbrado a Arcila. Esparció por la raíz desnuda del pino y luego nos atrevimos Danilo y yo, y «¿al viento?» «Al viento». 

Cenizas volaron, el rastro blanco, como si la niebla hiciera parte de los muertos. Yo, como sumo sacerdote de la ceremonia dije: «¡Tierra, tierra, abre tus prostitutas piernas al hombre que te penetra!», después bañamos con vino rojo, como la sangre de los vivos, al difunto en polvo y luego, con las manos blancas y un peso menos en lo que nos queda de conciencia, brindamos por la palabra cumplida, leímos unos poemas a la memoria del olvidado y terminamos el ritual dejando allí, entre las raíces descubiertas del ciprés, la caja con la bolsa y un papel de la funeraria que daba fe que esos tres kilos esparcidos de alguien eran de Humberto Osorio, Eidán (léase al revés “nadie”).

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