Toco a la puerta y ladra un perro.
La casa del Maestro, a cinco cuadras abajo del parque, por toda la calle 20, alberga a tres ancianos que sobreviven con una platica que les da el Estado y con la venta de las pinturas de don Guillermo Ramírez. Doña Leticia, hermana del pintor abre la puerta. La saludo, le entrego una bolsa con parva y me invita a entrar.
El perro ve en mí un sabroso hueso, pero antes que deguste mis tuétanos un grito de doña Leticia lo hace correr hacia la cocina.
Paso a la sala, llego al corredor y le doy la mano al Maestro. Siento un corrientazo. Es producido por la mano del pintor al temblar por causa de su enfermedad. O tal vez porque esa mano se niega a quedarse quieta y ha confundido mis huesudos dedos con cinco pinceles. Es la mano creadora. Esa mano derecha sustenta una familia. Si a don Guillermo se le paralizara su mano prodigiosa, morirían de hambre ellos y las paredes desnudas de las casas que esperan uno de los Corazones de Jesús que lo hizo famoso antaño.
- Siéntese. Me dice.
Me pregunta por amigos y familiares, mientras admiro la obra que reposa, aun dormida, en una mesa de madera antiquísima donde han dormido cientos de santos que hoy adornan las casas de muchos devotos. El Maestro es especialista en santos. En ese momento pinta una Última cena, de Da Vinci.
Le pido que siga pintando y me admiro que cuando posa el pincel en el lienzo su mano deja de temblar por segundos. Me comenta que esos óleos se los mandó de Valdivia un amigo de nombre Marlon.
Al perro lo encierran en el baño para que no me siga haciendo malacara.
Doña Teresa, la otra hermana de don Guillermo, me grita desde la cocina que por qué no había vuelto. Me le acerco y le doy una palmadita en el hombro. Le contesto que he estado ocupado. Mentira.
Me dan un café un poco dulce para mi gusto, que me recuerda los tintos que me ofrecían en las veredas cuando trabajaba en Campamento, porque son hechos con aguapanela. Deliciosos.
Al volver al lado del artista, doña Leticia me dice que esa pintura es un encargo de un señor para llevársela para Medellín. Y es que hay cuadros de Ramírez que adornan paredes en todo el país y en el exterior.
- Una vez un míster – me comenta el Maestro – vino por un cuadro y aquí comió frisoles. Cuando se iba a ir nos dijo que le empacaramos un poquito de esas pepitas. El míster se llevó la pintura, las pepitas y una bolsa con coles.
Siento un poco de nostalgia al despedirme porque tal vez me demore en regresar. Además, porque la última vez que vine quedé de traerle un radiecito para que escuche noticias mientras pinta y no le cumplí.
Voy a la cocina. Doña Teresa pela delicadamente una papa. Me despido con otra palmadita en el hombro. Hago lo mismo con doña Leticia. Le doy la mano al maestro, la mano luminosa, la mano milagrosa, la mano temblorosa que pinta santos. La mano que ha pintado tantos Jesuses de esos que se señalan el corazón y le echan la bendición a quien lo mira a los ojos.
Salgo de allí y me llevo el recuerdo de la mirada del artista, triste y lejana. Ojalá, cuando regrese pueda llevarle el radiecito.
La casa del Maestro, a cinco cuadras abajo del parque, por toda la calle 20, alberga a tres ancianos que sobreviven con una platica que les da el Estado y con la venta de las pinturas de don Guillermo Ramírez. Doña Leticia, hermana del pintor abre la puerta. La saludo, le entrego una bolsa con parva y me invita a entrar.
El perro ve en mí un sabroso hueso, pero antes que deguste mis tuétanos un grito de doña Leticia lo hace correr hacia la cocina.
Paso a la sala, llego al corredor y le doy la mano al Maestro. Siento un corrientazo. Es producido por la mano del pintor al temblar por causa de su enfermedad. O tal vez porque esa mano se niega a quedarse quieta y ha confundido mis huesudos dedos con cinco pinceles. Es la mano creadora. Esa mano derecha sustenta una familia. Si a don Guillermo se le paralizara su mano prodigiosa, morirían de hambre ellos y las paredes desnudas de las casas que esperan uno de los Corazones de Jesús que lo hizo famoso antaño.
- Siéntese. Me dice.
Me pregunta por amigos y familiares, mientras admiro la obra que reposa, aun dormida, en una mesa de madera antiquísima donde han dormido cientos de santos que hoy adornan las casas de muchos devotos. El Maestro es especialista en santos. En ese momento pinta una Última cena, de Da Vinci.
Le pido que siga pintando y me admiro que cuando posa el pincel en el lienzo su mano deja de temblar por segundos. Me comenta que esos óleos se los mandó de Valdivia un amigo de nombre Marlon.
Al perro lo encierran en el baño para que no me siga haciendo malacara.
Doña Teresa, la otra hermana de don Guillermo, me grita desde la cocina que por qué no había vuelto. Me le acerco y le doy una palmadita en el hombro. Le contesto que he estado ocupado. Mentira.
Me dan un café un poco dulce para mi gusto, que me recuerda los tintos que me ofrecían en las veredas cuando trabajaba en Campamento, porque son hechos con aguapanela. Deliciosos.
Al volver al lado del artista, doña Leticia me dice que esa pintura es un encargo de un señor para llevársela para Medellín. Y es que hay cuadros de Ramírez que adornan paredes en todo el país y en el exterior.
- Una vez un míster – me comenta el Maestro – vino por un cuadro y aquí comió frisoles. Cuando se iba a ir nos dijo que le empacaramos un poquito de esas pepitas. El míster se llevó la pintura, las pepitas y una bolsa con coles.
Siento un poco de nostalgia al despedirme porque tal vez me demore en regresar. Además, porque la última vez que vine quedé de traerle un radiecito para que escuche noticias mientras pinta y no le cumplí.
Voy a la cocina. Doña Teresa pela delicadamente una papa. Me despido con otra palmadita en el hombro. Hago lo mismo con doña Leticia. Le doy la mano al maestro, la mano luminosa, la mano milagrosa, la mano temblorosa que pinta santos. La mano que ha pintado tantos Jesuses de esos que se señalan el corazón y le echan la bendición a quien lo mira a los ojos.
Salgo de allí y me llevo el recuerdo de la mirada del artista, triste y lejana. Ojalá, cuando regrese pueda llevarle el radiecito.
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